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DINERO Y PODER...¿POR AMOR AL ARTE?

05 febrero 2010

por Vicente Verdú
Un 'giacometti' hizo saltar la banca el miércoles en Londres. Una puja de 74,3 millones convirtió 'L'homme qui marche I' en la obra por la que más se ha pagado en una subasta. ¿Es una suma razonable? ¿Hay techo para la cotización del arte?

¿Cómo entender que por una escultura de Giacometti, todo lo emblemática y significativa que se quiera, se hayan pagado 104,3 millones de dólares? ¿Cómo considerar razonable desembolsar esa suma por una indefinible obra de arte?

La pieza cambia de manos como en un pecado de especulación Se han revalorizado los artistas muertos, estables y, encima, santificados
Ni vale el entendimiento racional ni el cálculo mercantil en estos casos. Porque igualmente irracional que 100 millones de dólares habría sido pagar la mitad o, incluso una tercera, una décima o una centésima parte. Si la columna no llega al techo, ¿qué importará su longitud? O, a la inversa, si la obra de arte viene a ser, por definición, "inestimable" e inútil, ¿qué patrón de valor puede atribuirle objetivamente un precio?

Sólo una puja mágica o sagrada decidirá lo que se entregue efectivamente por lo que no tiene valor real. O de otro modo: su valor efectivo se computará, sólo realmente, por el dinero efectivo. O más aún: la efectividad del valor se realizará únicamente en el efecto verdad del valor, en la confirmación del precio logrado y efectivo.

"L'homme qui marche I" era propiedad de un banco alemán, el Dresdner Bank y, desde el pasado miércoles, pertenece tras su subasta en la Sotheby's de Londres a un ser desconocido. ¿Otro banco? ¿Un jeque árabe? ¿Un capo ruso? ¿Un narcotraficante mexicano? Cualquiera de los amos posibles no habrá actuado, como se infiere del formidable desembolso, por amor al arte. Con esta certeza, impura, puede deducirse casi todo lo demás.

En todo valor del arte actual se cruzan, por lo general, dos vectores que, remedando la oferta y la demanda usual, a través de la marca, determinan el valor de una pieza singular, a través de su aura. Un vector se forma mediante la complicidad del crítico, el galerista, el director del museo y el comisario de la estratégica exposición. Grandes museos cobran comisiones por programar la antología de un artista pero, a la vez, de ese provecho pueden ser partícipes la acción del crítico afamado, el prestigioso comisario de la muestra antológica y el apoyo de la galería acreditada por su vanguardismo.

Este vector esencialmente pagano y compuesto de mixturas no siempre huele bien. Pero un segundo vector, sin embargo, desprende un olor de santidad irresistible. Se trata del aroma que, desde la apología desinteresada de los expertos, convierte la pieza en materia sacrosanta y a su posesor en un ser superior de nuestro tiempo.
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Origen: El País

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